A propósito de la segunda lectura del domingo 24 de noviembre:
Hermanos: Damos gracias a Dios Padre, que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz. Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz. COLOSENSES 1,12 20
Y el Papa Francisco comenta...
«Nuestra carne llagada es “puerta” para la manifestación de Dios. Simplemente hay que reconocerla como tal y “dejar lugar”, con la oración, a la manifestación de la fuerza. Nuestro límite, nuestra indigencia, puede ser convertido –por medio de la oración- en cruz. Este es el meollo de la lógica paulina... Todo es lo mismo. Lo malo está cuando un hombre o mujer se fija sólo en los impedimentos externos: entonces no ora, se queja. Entonces deja de ser servidor del evangelio, se transforma en víctima. Se canoniza a sí mismo. Y allí queda borrado todo límite: se aprende a disimular el límite con el incienso de la propia canonización. La víctima no es Cristo, soy yo. Es el comienzo de toda blasfemia... y la blasfemia es el más alto grado de antioración.... No hay términos medios en la experiencia del límite y la indigencia: o se ora o se blasfema. Y una carne acostumbrada a la blasfemia, que no sabe del pedir auxilio para su propia llaga y pecado, es una carne incapaz de auxiliar la llaga ajena... Nunca será prójimo más que de sí mismo. Incluso si consagra su vida a Dios, lo hará para proteger esa projimidad consigo mismo, profundo egoísmo, que lo defiende de todo éxodo, de todo extrañamiento, de toda llaga, de toda indigencia, de todo límite. Es la asepsia del fariseo: ni virus ni vitamina»
Fuente: Papa Francisco, Mente abierta, corazón caliente, Publicaciones Claretianas, Madrid 2013, págs, 194-195.
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