Publicada apenas dos años después de Mater et magistra, en medio de los dos períodos de sesiones del concilio Vaticano II, Pacem in terris es considerada por muchos analistas el testamento de Juan XXIII, que falleció dos meses después de su publicación. Su título indica muy bien su tema y su tesis: «Sobre la paz entre los pueblos, que ha de fundarse en la verdad, la justicia, el amor y la libertad».
Pío XII trató con frecuencia temas políticos. Pero, desde los tiempos de León XIII no se había publicado nunca una encíclica sobre estas cuestiones. Esta segunda encíclica social de Juan XXIII se refiere directamente a las divisiones y los conflictos presentes, haciendo un llamamiento universal por la paz.
La paz es, efectivamente, el terna central de la encíclica: la paz entre los pueblos que, según el Papa, no puede existir si no se construye desde sus cimientos, es decir, desde las relaciones de convivencia de las personas. Por eso, el documento establece una gradación desde lo más particular a lo más universal, tratando «primero, cómo deben regular los hombres sus mutuas relaciones de convivencia humana; segundo, cómo deben ordenarse las relaciones de los ciudadanos con las autoridades públicas de cada Estado; tercero, cómo deben relacionarse entre sí los Estados; y finalmente, cómo deben coordinarse, de una parte, los individuos y los Estados y, de otra, la comunidad mundial de todos los pueblos». Y todo ello, a través de esos cuatro grandes criterios éticos: verdad, justicia, amor y libertad.
Esta gradación marca las cuatro grandes partes de la encíclica, a las que añade una quinta parte para subrayar algunas orientaciones prácticas para la actividad pública de los creyentes.
Para Juan XXIII, los verdaderos cimientos para la construcción de la paz son: el respeto al orden establecido por Dios y a la dignidad de la persona humana. Por eso, ya en la primera parte, al tratar sobre la convivencia entre los hombres, destaca que su fundamento se encuentra en el reconocimiento y respeto de la dignidad de la persona, que se concretiza en un conjunto de derechos y deberes.
En este punto, Juan XX III supone un claro avance en relación a la anterior doctrina oficial de la Iglesia. No solo elabora y presenta una declara-ción completa y orgánica de los derechos fundamentales, sino que los sitúa también como fundamento de toda la doctrina política.
En la encíclica, los derechos quedan agrupados en cinco grandes bloques: derechos relativos a la existencia y a los medios necesarios para su conservación (derecho a la existencia, a la integridad corporal, al alimento, a la vivienda, a la seguridad personal), derechos relativos a la vida del espíritu (a la buena fama, a la verdad, a la cultura, a la libertad religiosa, a profesar la religión en privado y en público), derechos relativos a la familia (a fundar una familia, a educar a los hijos), derechos económicos y sociales (derecho al trabajo, a una retribución justa, a la propiedad privada), derechos civiles y políticos (derecho de reunión y asociación, de participación activa en la vida pública, a la seguridad jurídica).
El documento pontificio subraya que los derechos humanos dimanan de la misma persona, de su dignidad. No tienen puramente un fundamento jurídico. Además, señala que están unidos en el hombre con otros tantos deberes. Unos y otros tienen en la ley natural, que los confiere o los impone, su origen, mantenimiento y vigor.
Dando un paso más, la encíclica afirma que no solo las personas sino también las naciones y los pueblos «son sujetos de derechos y deberes mutuos y, por consiguiente, sus relaciones deben regularse por las normas de la verdad, la justicia, la activa solidaridad y la libertad». En las relaciones internacionales, la verdad exige reconocer la igualdad entre los pueblos; la justicia, el reconocimiento de los mutuos derechos y deberes; la libertad, el respeto efectivo de la autonomía de los pueblos, sin injerencias ni imposiciones; la solidaridad abre caminos de cooperación.
Dirigida a «todos los hombres de buena voluntad», Pacem in terris confirma la nueva actitud de diálogo con el mundo que asume la Iglesia. Y estimula a los cristianos a mantener una presencia activa en la sociedad, a expresar la coherencia de la fe y la conducta, a colaborar con todos los hombres en la construcción de una sociedad más justa y, sobre todo, a trabajar y orar por la consolidación de la paz en el mundo.
Pío XII trató con frecuencia temas políticos. Pero, desde los tiempos de León XIII no se había publicado nunca una encíclica sobre estas cuestiones. Esta segunda encíclica social de Juan XXIII se refiere directamente a las divisiones y los conflictos presentes, haciendo un llamamiento universal por la paz.
La paz es, efectivamente, el terna central de la encíclica: la paz entre los pueblos que, según el Papa, no puede existir si no se construye desde sus cimientos, es decir, desde las relaciones de convivencia de las personas. Por eso, el documento establece una gradación desde lo más particular a lo más universal, tratando «primero, cómo deben regular los hombres sus mutuas relaciones de convivencia humana; segundo, cómo deben ordenarse las relaciones de los ciudadanos con las autoridades públicas de cada Estado; tercero, cómo deben relacionarse entre sí los Estados; y finalmente, cómo deben coordinarse, de una parte, los individuos y los Estados y, de otra, la comunidad mundial de todos los pueblos». Y todo ello, a través de esos cuatro grandes criterios éticos: verdad, justicia, amor y libertad.
Esta gradación marca las cuatro grandes partes de la encíclica, a las que añade una quinta parte para subrayar algunas orientaciones prácticas para la actividad pública de los creyentes.
Para Juan XXIII, los verdaderos cimientos para la construcción de la paz son: el respeto al orden establecido por Dios y a la dignidad de la persona humana. Por eso, ya en la primera parte, al tratar sobre la convivencia entre los hombres, destaca que su fundamento se encuentra en el reconocimiento y respeto de la dignidad de la persona, que se concretiza en un conjunto de derechos y deberes.
En este punto, Juan XX III supone un claro avance en relación a la anterior doctrina oficial de la Iglesia. No solo elabora y presenta una declara-ción completa y orgánica de los derechos fundamentales, sino que los sitúa también como fundamento de toda la doctrina política.
En la encíclica, los derechos quedan agrupados en cinco grandes bloques: derechos relativos a la existencia y a los medios necesarios para su conservación (derecho a la existencia, a la integridad corporal, al alimento, a la vivienda, a la seguridad personal), derechos relativos a la vida del espíritu (a la buena fama, a la verdad, a la cultura, a la libertad religiosa, a profesar la religión en privado y en público), derechos relativos a la familia (a fundar una familia, a educar a los hijos), derechos económicos y sociales (derecho al trabajo, a una retribución justa, a la propiedad privada), derechos civiles y políticos (derecho de reunión y asociación, de participación activa en la vida pública, a la seguridad jurídica).
El documento pontificio subraya que los derechos humanos dimanan de la misma persona, de su dignidad. No tienen puramente un fundamento jurídico. Además, señala que están unidos en el hombre con otros tantos deberes. Unos y otros tienen en la ley natural, que los confiere o los impone, su origen, mantenimiento y vigor.
Dando un paso más, la encíclica afirma que no solo las personas sino también las naciones y los pueblos «son sujetos de derechos y deberes mutuos y, por consiguiente, sus relaciones deben regularse por las normas de la verdad, la justicia, la activa solidaridad y la libertad». En las relaciones internacionales, la verdad exige reconocer la igualdad entre los pueblos; la justicia, el reconocimiento de los mutuos derechos y deberes; la libertad, el respeto efectivo de la autonomía de los pueblos, sin injerencias ni imposiciones; la solidaridad abre caminos de cooperación.
Dirigida a «todos los hombres de buena voluntad», Pacem in terris confirma la nueva actitud de diálogo con el mundo que asume la Iglesia. Y estimula a los cristianos a mantener una presencia activa en la sociedad, a expresar la coherencia de la fe y la conducta, a colaborar con todos los hombres en la construcción de una sociedad más justa y, sobre todo, a trabajar y orar por la consolidación de la paz en el mundo.
Fuente: E. Alburquerque Frutos, Doctrina Social de la Iglesia: 25 preguntas, CCS, Madrid 2011.
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