Ananda, el discípulo amado de Buda, preguntó una vez a su maestro por el lugar de la amistad en el itinerario espiritual. «Maestro, ¿es la amistad la mitad de la vida espiritual?», preguntó. Y el maestro respondió: «Más aún, Ananda, la amistad es toda la vida espiritual».
EL amor es algo que solo se aprende con el largo y duro trabajo de la vida. A veces se termina antes de que ni siquiera sepamos que lo teníamos. A veces lo destruimos antes de valorarlo. A menudo lo damos por sobreentendido. Todo amor, suceda lo que suceda con él a largo plazo, nos enseña más acerca de nosotros mismos, nuestras necesidades, nuestras limitaciones y nuestro egocentrismo que cualquier otra cosa que podamos experimentar. Como decía Aldous Huxley: «No hay ninguna fórmula o método. Aprendes amando».
Pero a veces, si somos afortunados, vivimos lo bastante como para crecer en el amor de tal manera que, gracias a él, logramos reconocer el valor de la vida. Según van pasando los años, llegamos a amar las flores y a los gatos, a los niños pequeños y a las ancianas... y a la única persona en la vida que sabe lo caliente que nos gusta el café. Aprendemos lo bastante acerca del amor como para permitir que las cosas vayan desapareciendo y nosotros nos disolvamos en el Dios cuyo amor ha hecho todo ello posible. A veces incluso encontramos un amor lo bastante profundo, amable y tierno como para apartarnos de las superficialidades de la vida, de todo cuanto nos mantiene cautivos de cosas que no pueden satisfacernos. A veces vivimos lo bastante como para ver el rostro de Dios en otra persona. Entonces, en ese caso, hemos amado.
El amor no acaba nunca.
1 Corintios 13,8
JOAN CHITTISTER, 40 cuentos para reavivar el espíritu, Sal Terrae
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