El niño estaba tumbado en mitad de la acera, boca arriaba, con las brazos extendidos, las palmas de las manos dirigidas al cielo, los ojos bien abierto desafiando la luz del sol de medio día y la boca esbozando una sonrisa cómplice, como sí hubiera descubierto un secreto profundo que le invadía haciéndolo casi angelical.
Me senté a su lado y lo observe, calladamente; mi vista en su postura, lo recorría de arriba abajo como un explorador en búsqueda de respuestas. No pude evitar preguntarle, "¿qué haces?" pero no hallé respuesta... conforme pasaban los minutos más crecía la curiosidad en mi interior. Como un aguijón que me espoleaba, pasé de la admiración a la inquietud, de la curiosidad al rechazo ante su obstinación a no responder.
Como si leyera mis pensamientos y mi irritación dijo, "estoy aprendiendo a mirar como mira Dios". Intente sobreponerme a la carcajada por la ingenuidad de la pretensión del niño y al final se me escapó la curiosidad en forma de palabras: "y ¿cómo mira él?" (silencio) "Como yo, boca a bajo"
Le volví a mirar, llegue a ponerme como él, pero no veía ni entendía nada. De todas formas ¡son cosas de chiquillos! ¿quién las entiende? porque realmente ¡él está mirando boca arriba!
Retomé mi camino, pero no fui capaz de olvidar al niño. Mi mirada iba del cielo a la tierra, del suelo al infinito azul. No me lo podía creer, ¿qué estaba haciendo? ¿por qué seguía dándole vueltas a la idea de un crío? ... solo cuando abandoné la pretensión de entenderlo llegaron a mi corazón, como un regalo inesperado que arrancó una leve mueca de satisfacción, unas palabras a las que mi garganta no supo o no quiso poner voz.
Responder a la pregunta de cómo mira Dios es cuestión de experiencia de cada uno, de atención a su Palabra y a sus gestos compartiéndolos en comunidad.
Aunque nos empeñemos en hablar de venida de Dios, celebramos el misterio del anonadamiento, de la encarnación. Y este misterio nos da pistas de cómo mira Dios: ¿Cómo es la mirada del padre? ¿a quién mira? ¿de qué manera? ¿para qué lo hace? ¿qué quiere que miremos nosotros? ¿dónde? ¿Cuándo? ¿qué? ¿a quién? ¿cómo?
Nos lo enseñó Jesús, aunque no siempre somos capaces de captarlo en los evangelios y mucho menos expresarlo con palabras. A Pablo, por ejemplo, se le ocurrió un poema que escribió a los Filipenses (2, 5-11):
Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.
Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajó hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el "Nombre-sobre-todo-nombre";
de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.
Mi experiencia es que el Padre mira boca a bajo, su mirada es la de la encarnación, la fiesta de la entrega, que tiene dos momentos cumbre: el nacimiento y la muerte-resurrección de Jesús; y, entre medias, una vida entera dispuesta para los demás, que cuando trataba de explicarla le salía con paradojas difíciles de comprender para las gentes de su tiempo, incluso para nosotros: Quien pierde la vida la salva... Los hambrientos no pasan hambre... Para ser primero hay que hacerse esclavo... Dejar crecer juntos al trigo y la cizaña... Dar es mejor que recibir...
Sin embargo, en la medida que nosotros apostemos por este estilo, no sólo estaremos viendo como Dios mira, sino que seremos para nuestro entorno un signo boca abajo, es decir, con capacidad para interrogar a nuestra sociedad y descubrir a los que nos vean que hay otra forma de hacer y vivir, que empieza por hacer que cuenten los que no cuentan y ganar esperanza en que otro mundo mejor es posible.
Felipe Manuel Nieto Fernández
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