miércoles, 27 de noviembre de 2013

La 'Biblia' de Bergoglio



No ha hecho falta esperar a este documento programático. Con sus múltiples y significativos gestos y con su facundia de buen argentino, el Papa Francisco ya nos había dicho casi todo lo que piensa y adelantado las líneas fundamentales de su pontificado. Evangelii Gaudium, su primera exhortación apostólica, dirigida al interior de la Iglesia, sistematiza, ordena y rodea de fundamento teológico ese programa con un planteamiento muy pastoral decididamente orientado a la gente, el pueblo de Dios, que define a este Papa cada vez más como un misionero enviado a cuidar la viña cruelmente sojuzgada por la economía de mercado.
Desde el primer momento se ha visto que su obsesión ha sido llegar a la gente, romper el aislamiento de la Iglesia, descentralizarla de Roma y bajarla a la calle, devolviéndole el originario perfume y la alegría de su fundador. Ésa es la esencia de este texto, de esta Biblia de Bergoglio, que ya desde el lenguaje revela tal pulsión innovadora y revolución copernicana. Hay neologismos como «primerear» (tomar la iniciativa) o «habiaqueísmo» (de «había que»), con un desplazamiento del absoluto verticalismo romano hacia la periferia y una llamada a la conversión de todos los fieles en diálogo con el mundo, la cultura, el arte, las religiones, e incluso los no creyentes.
Dos palabras atraviesan todo el texto como su espina dorsal: alegría y misericordia, porque en esa conversión hay una jerarquía de verdades, pocas y esenciales, y en el centro está el amor encarnado por la persona de Jesucristo. Ve a la Iglesia a la escucha de todos, como «casa abierta»; la prefiere mejor accidentada que enferma de temor a equivocarse: y considera al obispo como alguien que va a veces delante, o mezclado con su pueblo, e incluso detrás para ayudar a los rezagados. La Eucaristía no es un premio, sino un remedio; y estudiar al mundo que nos rodea una necesidad.
No es un Papa que arremeta. Sólo lo hace y duramente contra el mercado porque nos ha infundado miedo y nos ha arrebatado la alegría. Su «economía de exclusión» y su «cultura del descarte» nos ha sumergido en una «globalización de la indiferencia», una «dictadura de la economía sin rostro» o, con otro neologismo suyo, una «tiranía virtual». Así, el dinero «debe servir, no gobernar» porque «no compartir con los pobres los propios bienes es robarle lo suyo y quitarle la vida», añade citando a un viejo santo padre.
También vuelve a ser incisivo con los miembros de la propia Iglesia. Ataca la burocracia, el subjetivismo personalista, a los que se parapetan en sus casas y barrios, o se crean religiones a su medida en una especie de «mundaneidad espiritual». Su modelo son las que él denomina «personas-cántaro», que saben derramarse en los demás. Quiere jóvenes «callejeros de la fe». Y no le gusta que llenen los seminarios cuantos buscan refugio o estatus. Como aprecia la investigación de los teólogos, pero no la «teología de escritorio».
De nuevo afirma que, aunque le está vetado el sacerdocio, la mujer debe tener mayor presencia incisiva en la Iglesia, para lo que hay que revisar el poder sacramental como poder de servicio y buscar el sitio de su femineidad. Sobre el aborto se pronuncia más largo por primera vez. Mantiene la doctrina tradicional, añadiendo que matar seres humanos «no es progresista» y apunta al otro lado del drama, la falta de ayuda a las chicas en ese trance.
Como se preveía, sigue sin haber cambios doctrinales en este importante documento, donde el Papa Bergoglio se reafirma como lo que ha sido desde que fue elegido, un misionero que ha emprendido una revolución copernicana para repensarse el oficio de papa, contar con el Pueblo de Dios, descentralizar la Iglesia, y abrirse al mundo, «porque ni el Papa ni la Iglesia tienen el monopolio de la verdad». En una palabra, quiere hacerse entender, bajar del palacio y tomar la calle a base de alegría y misericordia.
Pedro Miguel Lamet

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