sábado, 5 de enero de 2013

Vigía

Buscando la esencia
El domingo celebramos la Epifanía. El Evangelio de Mateo nos presenta una extraña historia de unos magos llegados de unos lugares desconocidos, de una estrella que se eclipsa  de unos sueños premonitorios y de unos regalos principescos para un modesto bebé.

Parece un cuento de hadas, dormidera para los buenos racionalistas; pero se trata de un relato con valor simbólico que refiere un acontecimiento-parábola... ¿Partimos nosotros a la búsqueda de Jesús como los sabios? ¿Sentimos la necesidad de seguir la estrella? ¿Ese impulso interior que nos conduce hacia Él para adorarle?

Estas preguntas me han traido a la memoria otro relato, una historia que puede hacer que no paremos de buscar a Jesús después de que termine este tiempo de Navidad...


Había una vez un castillo rodeado por un vasto desierto. A veces una solitaria caravana se detenía allí; pero, aparte de eso, la vida del castillo era monótona, sin cambios apenas, día tras día. y año tras año.

Un día el rey envió un mensaje: "Estad preparados. Nos han dicho que Dios proyecta visitar nuestro país y que desea detenerse en vuestro castillo. Estad dispuestos para recibirle".

Los oficiales que vivían en el castillo, siguieron las instrucciones del rey. Dispusieron que se pintaran las paredes y se limpiaran las habitaciones, y ordenaron que el vigía permaneciera alerta a cualquier señal de la proximidad de Dios. El vigía se sintió muy orgulloso. Jamás se le había confiado antes una misión tan importante.

Se pasaba el día y la noche en la atalaya avizorando el horizonte, constantemente alerta y atisbando los indicios de la presencia de Dios. Con frecuencia se decía: "¿Cómo será Dios? ¿Llegará con un gran séquito? ¿Vendrá acompañado de un poderoso ejército?"

Absorto en aquellos pensamientos, el fiel vigía pasó semanas y meses observando y esperando, lleno de esperanza, mientras que en el interior del castillo, los oficiales y soldados se había olvidado completamente de la visita de Dios.

Pasados muchos años, el vigía comenzó a sentirse cansado. "¿Llegará Dios alguna vez?", se preguntaba. "¿Por qué tarda tanto en venir? ¿Querrá encontrarse con un pobre hombre como yo cuando llegue aquí?"

Siguió escrutando el vacío horizonte hasta que su vista comenzó a fallar y a duras penas podía moverse, oír o ver. Supo que su fin se acercaba. Tristemente murmuró: "He pasado toda mi vida esperando a Dios. Todo lo que he deseado ha sido verle, pero él no viene. ¿Ha sido vana mi espera?". Entonces llegó hasta él una voz; estaba tan cerca que parecía salir del fondo de su mismo corazón. "¿No me reconoces? ¿No me ves? Estoy aquí, a tu lado, dentro de ti".

El vigía se sintió azorado, pero henchido de alegría. "Dios mío", dijo, "¿sois realmente Vos? ¿Habéis venido por fin? ¿Qué me sucede? Nunca os he oído ni visto llegar. Mas, ¿por qué me habéis hecho esperar tanto?..." Dulcemente la voz respondió: "Desde el mismo momento en que decidiste esperarme, he estado dentro de ti. He estado aquí todo el tiempo. ¿No conoces el secreto? Sólo los que me esperan me verán".

Una maravillosa sensación de paz invadió al vigía. "¡Así que estabais dentro de mí, y yo os buscaba fuera!", dijo. "¡Que necio he sido! Ahora conozco el secreto. Puedo irme en paz"

Con San Agustín leo y rezo:

“Tarde te amé, Belleza, tan antigua y tan nueva, ¡tarde te amé! Estabas dentro de mí, y yo te buscaba por fuera... Me lanzaba como una bestia sobre las cosas hermosas que habías creado. Estabas a mi lado, pero yo estaba muy lejos de Ti. Esas cosas... me tenían esclavizado. Me llamabas, me gritabas, y al fin, venciste mi sordera. Brillaste ante mí y me liberaste de mi ceguera... Aspiré tu perfume y te deseé. Te gusté, te comí, te bebí. Me tocaste y me abrasé en tu paz”.

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