sábado, 9 de marzo de 2013

Creo en el amor (Pascua 2013)




Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado,  lo que han tocado nuestras manos acerca de la Palabra de la Vida, eso os lo anunciamos para que vuestra alegría sea completa: Dios es amor (1 Jn 1, 1-4).

Cuando uno se sumerge en el océano no tira de fe para creer en el mar; se deja mecer por las olas y las corrientes, disfruta de la sal y del agua, sé sabe inmerso en una vivencia única. 

Jesús nunca dijo con palabras que Dios es amor. No necesitaba expresarlo, estaba sumergido en el amor mismo. Pero lo que sí hizo fue descubrir a los que lo seguían, a través de su manera de ser y vivir, qué es y quién es amor.

Por eso creo que sólo el amor es digno de fe. Lo creo con la mente que razona, con el corazón que siente y con la intuición que imagina y descubre lo escondido a la evidencia de los sentidos. Lo creo no por su obra o su fruto, sino por su compañía en el camino hacia la plenitud, la libertad auténtica y la felicidad tan anhelada.

No hay camino acertado para llegar a Dios que no esté abierto y trabajado por el amor. Nadie lo ha entendido mejor que el místico, el artista, el poeta que abre senda a golpe de lo sentimental, que está muy lejos del descrédito que le damos a este concepto, que describe como descubre lo que con la fe se busca, apoyado el hombre en el corazón (senti) y la cabeza (mental).

Creo en el amor, en Dios-Amor, porque toda la capacidad, como humanos, que tenemos para amar la vida, amar a los otros y a uno mismo viene de Él. Acoger a Dios que pasa -la Pascua- es rebuscar en la fuente primera el poder del amor para llegar a experimentar que, el Espíritu que habita en nuestros corazones (Rom 5, 5), el amor de Dios en nosotros, es el que nos capacita para vivir de Él, con Él y para Él.

Jesús lo sintió así, porque lo vivió primero así. El Amor es, por encima de todo, el misterio de Dios en tres personas experimentado como acogida. Padre, Hijo y Espíritu no hacen sino acogerse mutuamente en una reciprocidad incesante, en un don mutuo, vivido en una comunión en la que cada uno se descubre plenamente a sí mismo entregándose al otro y a toda alteridad: Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa, cenaré con él y él conmigo (Ap 3, 20).

Así es. No podía ser de otra manera. El camino de comunión en el amor se materializa con la visita; Jesús viene a nosotros y nosotros podemos ofrecerle nuestra casa; se hace invitar y llama a la puerta esperando pacientemente a que se la abramos. Es por eso, porque el amor de recíproca comunión no es nada si no se despliega, que la Pascua empieza y terminan por “e”. Comienza por la opción innegociable que hace Jesús por la Entrega como estilo de vida y acaba con la Esperanza fija los ojos en el horizonte, atisbado torpemente, reconocido solo por el amor en disposición de espera. 

Jesús, desde el principio de su vida pública, es reconocido como un hombre que pasó por esta vida haciendo el bien (Hch 10, 38) y lo materializo en un compas salvador en tres tiempos imborrables de los que hacemos memoria cada vez que los creyentes, los mordidos por el amor de Dios, nos reunimos para celebrar la Pascua.

La vida pensada y prestada a los demás culmina haciéndose servicio. El amor mostrado en cada encuentro con los hombres y mujeres esclavos del dolor, privados de la libertad, perdidos como ovejas sin pastor aterriza en el mandamiento del amor; pero no un amor solo afectivo, sino también efectivo que toma condición de siervo, se arrodilla y lava los pies de la cada hombre y mujer que han recorrido por años, por siglos, los estragos del desierto; que hambrientos más de dignidad que de pan descubren, por los gestos de Jesús, como saciar su hambre y la de sus hermanos. Invitados a comer de la fracción del pan descubren a Jesús como alimento que se entrega. ¡Haced vosotros lo mismo! es un doble imperativo nacido de la generosidad desbordada de la entrega como cuidado y como comida: Si yo, siendo el maestro hago esto con vosotros, ¿no tendréis que hacer lo mismo? No hay más opción, si amamos, que arrodillarnos para servir y convertirnos en alimento para dar vida. Pero no como prueba de amor, sino por el amor mismo experimentado como oblación de entrega.

La muerte, por lo tanto, es Fruto de la fe en el amor; ni mucho menos final o principio, y en todo caso comienzo del paso que conduce a la autenticidad de la vida, porque sin amor podremos encontrar otras cosas, incluso exitosas, pero no encontraremos transcendencia. Que costoso le resultó a Jesús comprender, como hombre, que escogiendo el camino del amor encontraría la dicha y la belleza; pero caminaba en la certeza, como Dios, de que por ahí es por donde se encuentra al Padre. Y aceptó abrazando en su cruz las mil cruces donde mueren los hijos de un Padre que no abandona, que respeta el sinsentido querido por los hombres portadores de una libertad que Él nos regalo como don. Incomprensible fe en el amor, que salva hiriendo a lo más querido; penúltima oportunidad para que recapacitemos en el sinsentido de quitar la vida, toda vida; aunque sean muchas las razones que podamos pensar que tenemos, matar es siempre una locura.

Y cuando todo está cumplido, en el vació de la espera la esperanza de que el amor, siempre el amor loco de Dios despeja la cordura rescatando a Jesús, desbordado por la entrega, del último enemigo de los hombres y mujeres prisioneros más del tiempo que de las pasiones: la muerte. 

Con Jesús colgado y castigado hasta la extenuación parece que no hay esperanza. Pero el vació no invita a la inactividad, sino a ponerse en camino como las mujeres en la madrugada del tercer día; ellas salieron de noche a terminar, con los óleos y los bálsamos, el rito de la muerte, pero desde lo más profundo de su ser comenzaba a manar la fuente de la esperanza. Aunque no llegaban a alcanzar con la mente lo que había sucedido, tiraron de la fuerza esperanzadora de su "senti-mental", arraigada en lo profundo de su ser transformado por el que les acogió, perdonó, habló y les devolvió su dignidad de hijas; desde ese íntimo fondo atisbaban la grandeza del Amor y lo vieron sus ojos, los primeros ojos que contemplaron como Dios-Amor no abandonó a su Hijo, sino que lo resucitó, ni les abandonó a ellas, ni a los que creemos en el amor: su victoria se convirtió en la nuestra. 

La Pascua, el paso de Dios, no acaba sino que continúa. Puede que el camino de la fe en el amor termine siendo largo y doloroso, pero, ¿es eso verdaderamente lo importante? Cada paso nos acerca a Dios; a mayor dificultad, más gracia; a mayor dolor, mas misericordia; a mayor amor, más Dios.

Por eso, porque Dios Padre, Hijo y Espíritu me lo recuerda cada Pascua: Creo, sobre todo y ante todo, en el amor hecho Servicio, fruto de la Fe y fuente de la Esperanza.

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